Cómo contar cuentos: EL MURUCUTÚ
El arte de narrar es una manera de expresarse, de crear, de dar, de amar, de comunicar, de compartir con los otros, lo cual siempre es satisfactorio y nos hace sentir más felices.
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Por Daniel Mato
Hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo todavía estaba formándose y aún el cielo no estaba lleno de estrellas, un extraño árbol apareció en los bosques que hoy se ven en las montañas que rodean las playas de Choroní, sobre el mar Caribe. Era un árbol fuerte y hermoso, cuyas flores y frutos no brotaban de las altas ramas, sino que pendían del tronco. Los frutos eran unas bolas inmensas que se apiñaban en racimos, y tan perfectamente regulares e iguales unas a otras que parecían fabricadas por los humanos. Y las flores no parecían flores sino bocas abiertas; sus pétalos eran rojos y, en el centro, asomaba una corona de blanquísimos dientes adornada por una aureola amarilla.
Aquel árbol era el único en su tipo. No había otro como él y pronto atrajo el interés de los animales de la montaña. No solo por su majestuosa y exótica belleza, sino también porque sus flores exhalaban un aroma penetrante y delicioso que se esparcía por el aire atrayendo interminables nubes de tucusitos que libaban de las flores con su largo pico, manteniéndose estacionarios en el aire como helicópteros diminutos; multitudes de abejas, e intrépidas arañas que tejían entre sus ramas brillantes redes para atrapar a todos los insectos que llegaban atraídos por el árbol.
En poco tiempo aquel árbol se convirtió en una agitada colmena de pájaros e insectos que pronto comenzaron a escuchar su lamento:
– “Mucurutú, Mucurutú”… resonaba por el bosque el amargo gemido de aquel árbol que, pese a tanta compañía, se sentía solo pues no había en el mundo otro
como él.
– “Mucurutú, Mucurutú”… parecían remedar burlones los turpiales acompañados de coros de paraulatas, desde lo alto de las copas de los árboles vecinos.
– “Mucurutú, Mucurutú”… semejaba repetir aquel árbol que a su soledad añadía la tristeza de aún no tener un nombre.
Entonces, un joven indígena caribe que pasaba por allí se detuvo asombrado a contemplar aquella bulliciosa fiesta de pájaros y flores. El gemido del árbol y su eco de madera se apoderaron de los oídos del joven, hasta emocionarlo de tal modo que desde lo más profundo de su pecho afloró un grito:
– “¡Mucurutú!”. E, inmediatamente, salió corriendo hacia su aldea a contar a los suyos que había un nuevo árbol en la montaña. El árbol quedó atrás en el bosque, solo y sin nombre, y sorprendido por haber visto por primera vez un humano y escuchado, por primera vez, su voz.
El joven caribe llegó a su aldea agitado por la carrera, pero sobre todo visiblemente conmovido, así que, a su llegada, la comunidad se congregó inmediatamente a su alrededor a escuchar el relato:
– Es un árbol inmenso y los frutos redondos cuelgan apiñados en racimos, las flores parecen hermosas bocas, pero el árbol está triste y llora.
– ¿Cómo es eso de que llora? –preguntó su padre asombrado.
– Sí, padre, llora; se le escucha gemir: "mucurutú, mucurutú", como si le doliera su corazón de madera.
– Ese árbol debe sentirse muy solo –opinó el más anciano de la aldea. Es lo que le pasa a todos los animales, árboles y arbustos, cuando crecen y no ven ninguno igual cerca de ellos.
– Sí, tenemos que apurarnos a darle un nombre: eso lo tranquilizará, al menos le hará sentir que nosotros lo comprendemos y apreciamos su visita a nuestros bosques. Eso es lo que han hecho nuestros antepasados cada vez que un nuevo ser llegó a estas montañas –agregó otro anciano.
– Llamémoslo Mucurutú –propuso el joven que lo había descubierto emocionado al escuchar su lamento de madera.
“Mucurutú, Mucurutú”. Repitieron a coro todos los caribes allí reunidos.
–De acuerdo, Mucurutú será su nombre –dijo el mayor de los ancianos. Y partieron todos juntos a darle nombre a aquel árbol. A medida que los caribes se acercaban al sitio del bosque en el cual estaba aquel esplendoroso árbol, escuchaban, cada vez con mayor claridad, su lamento y el alboroto de pájaros a su alrededor. Todo el bosque resonaba y parecía cantar una bienvenida al nuevo árbol.
Tras encontrar el cristalino e impetuoso río que bajaba de lo más alto de la montaña, se encaminaron por su ribera hacia la cascada de las grandes piedras. Entonces, treparon por encima de estas hasta lo alto de la caída de agua. Al subir boquiabiertos contemplando el espectáculo con profundo
silencio. Mientras, el gemido del majestuoso árbol se iba apoderando de ellos, hasta que, al cabo de un largo rato, todos aquellos caribes, como obedeciendo un impulso interior, corrieron al unísono hacia el árbol exclamando: “¡Mucurutú, Mucurutú, Mucurutú!”.
El árbol, rápidamente, comprendió que acababan de darle un nombre y se emocionó tanto que dejó caer algunos frutos. Los frutos, pesados y carnosos, repletos de semillas golpearon estruendosamente contra el suelo y, entonces, báquiros y ardillas corrieron a ver qué sucedía e, inmediatamente, comenzaron a comer sus semillas y deliciosa pulpa. La gente aprovechó esta circunstancia para cazar un par de báquiros y regresar a su aldea llevando provisiones para el resto de la comunidad. Las ardillas y los báquiros restantes huyeron a toda prisa hacia otras zonas de la montaña y, de este modo, sin saberlo, al hacer su digestión y expulsar las semillas, comenzaron a sembrar nuevos Mucurutú por doquier.
Así, con el tiempo, aquel árbol no solo tuvo nombre, sino que comenzó a sentirse acompañado. Desde entonces los Mucurutú se han reproducido en las montañas de las costas de Choroní y otros bosques húmedos y calientes de las costas del Caribe y más adentro, en las verdes tierras americanas.
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Fuente: Libro: Cómo contar cuentos (Ver contenidos)
Autor Daniel Mato: Este cuento de Daniel Mato fue publicado originalmente en la revista ESTAMPAS del diario El Universal (Caracas) y posteriormente incluido en el libro.
Actividades a cargo de
Pía Córdova Sanhueza: La profesora desarrolla las aplicaciones educativas y sociales de los cuentos y están explicitadas en el libro.
Ilustración: Gabriel Ramírez