[Lecturas Cruzadas] Contenidos para reflexionar y compartir entre disciplinas
La magia del aula
En el aula se produce cierta forma de magia. La magia de un encuentro donde personas desconocidas se vuelven íntimas por un rato y entablan una conversación profunda, abierta, guiada por el deseo de conversar (y no, por ejemplo, de persuadir, o de tener razón) sobre ciertos asuntos que se ponen allí, en el centro del aula, para ser objetos de esa conversación. Este tipo de encuentro sucede en las aulas y solo allí. No hay otro espacio en el que suceda tal cosa. Es cierto, en las reuniones de amigos, en las sobremesas, en los cafés urbanos, pueden tener lugar conversaciones. Pero la conversación del aula se distingue porque es un encuentro entre desconocidos que no buscan conocerse, ni celebrar su amistad en la charla, ni meramente pasar un buen rato: los convoca el propio fin de conversar, a sabiendas de que esa conversación los modifica, los afecta. Lo dice bellamente Carlos Skliar, dialogando con un texto de Nuria Pérez de Lara: se trata de seguir donando a desconocidos, entre desconocidos, dando la bienvenida al desconocido, celebrando el recibimiento dado de un desconocido a otro desconocido (Skliar, 2012, p. 182). En la conversación del aula, a diferencia de otras, no hace falta saber casi nada acerca del otro, quién es, cómo es, pues, como hemos venido mostrando, el aula es precisamente el lugar donde el otro no es alguien en particular, sino alguien en construcción, en tránsito, en afán de desanclaje, en la búsqueda de un destino propio.
Se trata de un encuentro íntimo y público a la vez, atravesado de ritualidades y modos de estar que potencian esa posibilidad de conversar y donde lo que se celebra es el conocimiento, el saber, el ancho mundo alrededor. Y ese mundo, en la conversación del aula, siempre está oscilando entre contrastes: es un mundo simultáneamente oculto y a la vista (porque hay que interrogarlo para que se muestre), está a la vez en calma y en peligro (porque la conversación revela del mundo sus lógicas implacables, tanto como sus contradicciones, sus abismos insospechados). Y, desde el aula, el mundo se vuelve un lugar posible de ser habitado desde distintas posiciones y sensibilidades, porque es precisamente la magia del aula la que nos abre a esos mundos y esas sensibilidades. Un poco, tal vez, como la literatura, que “invita a estar por unos días en otra vida y otro mundo que no es el que nos ha tocado” (Skliar, 2018b).
Digamos que conversar es hablar con otro, cuidándose mutuamente. En el sentido de cuidado del otro como una doble condición: “la de pensar a otro por sí mismo y la de poner en juego relaciones de alteridad, en un sentido ético” (Skliar, 2017b, p.167). Un rasgo propio de la conversación es el cuidado del otro, pues supone “la deconstrucción de esa imagen determinada y prefijada del otro, de ese supuesto saber acerca del otro, de esos dispositivos racionales y técnicos que describen y etiquetan al otro”, propios de la mirada normalizante sobre los demás y que se oponen al cuidado (Skliar, 2008, p. 18). En la conversación, en tanto práctica de cuidado, tiene lugar cierto efecto del cuidar: la mirada del otro cambia nuestra propia mirada, la palabra del otro cambia nuestra propia palabra, el rostro del otro nos obliga a sentirnos responsables éticamente. La conversación, en ese punto, no se sostiene en el “porque yo lo digo”, sino que se define como un “encuentro entre dos fragilidades” (Skliar, 2017b, p.173).
La magia del aula, así, es una magia conversacional, que sucede en el tiempo escindido que la escuela libera. De un modo similar, quizás, a la sanción de un tiempo fuera del tiempo que tiene lugar cuando jugamos. Hay, de hecho, algo de juego en la conversación áulica, en el sentido de que los roles se ocupan conforme a reglas preestablecidas a las que, en el mejor de los casos, nos sometemos gozosamente. En otro lugar había escrito que la diferencia entre las reglas de la clase y las del juego reside en que las reglas de juego son “primero libremente aceptadas y luego obligatorias” (Brailovsky, 2011). Y en la clase pasa al revés: las reglas son primero obligatorias (porque la escuela es obligatoria) y luego, en el mejor de los casos, voluntariamente aceptadas como código, tácito o explícito, del encuentro. Y debería agregarse que es posible que el sentido de esa idea dependa de lo que decidamos que hay adentro de la palabra “obligatorio”.
La conversación del aula es grupal. Incluso si faltan todos los alumnos a clase menos uno, esa conversación de a dos estará señalando en forma constante la ausencia del resto, los estará llamando con gestos específicos. Simons y Masschelein afirman: "Solo al dirigirse al grupo el profesor está obligado, por así decirlo, a estar atento a cualquiera, a todos en general y a nadie en particular. El profesor habla a un grupo de estudiantes y, al hacerlo, no habla a nadie de forma individual; no le habla a nadie en concreto y por lo tanto habla a todos" (Simons y Masschelein, 2014, p. 79).
En este gesto grupal reside, tal vez, parte del carácter público de la conversación del aula, y también es allí donde se llena de sentido la obligatoriedad escolar: “educación obligatoria” es una expresión asociada al derecho y a la libertad, antes que a la coerción o el sometimiento. El carácter obligatorio de asistir a la escuela, como ya hemos señalado, es un dato progresista en el terreno político, que solo se vuelve conservador en el terreno didáctico si no se considera la distinción, que hemos analizado aquí, entre las relaciones y los sistemas, los encuentros singulares y los proyectos políticos. Lo público y lo íntimo coexisten en la conversación del aula, precisamente porque el grupo comparte una obligación, un compromiso, un espacio y un tiempo asignado, despejado de todo lo demás, asumido como propio, por un semestre, por un año, de lunes a viernes, y luego de concluida la conversación, quizás para siempre.
La conversación del aula tiene interlocutores reales y vívidos. Se distingue de esa otra lengua que problematiza Larrosa, que “no se dirige a nadie, que construye un lector o un oyente totalmente abstracto e impersonal”, esa “lengua sin sujeto que solo puede ser la lengua de unos sujetos sin lengua” (2004, p. 244). Buscando la lengua en la que se pueda conversar, se debe poder salir de ese lenguaje normativo, tipificado, de esa lengua estandarizada “que nadie habla y que nadie escucha, una lengua sin nadie dentro” (Larrosa, 2004). En el mismo sentido, la conversación plasma la búsqueda de las propias palabras, y en esa búsqueda las palabras “propias” y las “apropiadas”, las correctas, pueden enemistarse (Skliar y Brailovsky, 2016).
La conversación del aula es, además y con toda claridad, una ceremonia y un ritual. Sus pequeñas liturgias, las manos alzadas, las gestualidades típicas, las ínfimas fisuras estéticas desde las que se transgrede el molde de la clase, en fin, todo ello sugiere la presencia de una ritualidad latiendo en la conversación áulica. Y los rituales sirven, sobre todo, para sostener y a la vez interrogar los valores compartidos por una comunidad. Al realizar rituales transitamos gestos (es decir, acciones, movimientos cargados de sentidos) para sostenerlos, variarlos, cuestionarlos y, de ese modo, instalar un espacio desde el que es posible preguntarse, colectivamente, sobre el sentido de estar juntos. La conversación en el aula ritualiza, no tanto por su contenido, entonces, sino por el tipo de encuentro que instala entre las personas.
Docentes preparados (para conversar)
Mientras terminaba de corregir el texto de este libro, en mi clase de pedagogía surgió, conversando con los estudiantes, una idea interesante que me dejó pensando. Nos habíamos propuesto realizar entrevistas a personas mayores para conocer su mirada sobre la escuela y la educación. En una de las entrevistas, la persona decía: “Antes, los docentes estaban mejor preparados”. Típica reflexión nostálgica de aquellas que buscan el respeto y los valores perdidos. Pero de allí surgieron, conversando con el grupo, dos significados distintos de la expresión “docente preparado”. En la primera acepción, “docente preparado” es aquel que cuenta con un nutrido acervo de conocimientos y está capacitado para transmitirlos. Si le hacen una pregunta, por ejemplo, estará preparado para responderla. Y sus clases estarán bien preparadas, es decir, habrá tenido la previsión de organizar los contenidos y los materiales para que salga bien. En la otra acepción, que me interesa especialmente subrayar, “docente preparado” es aquel que se encuentra dispuesto a conversar. Aquí la preparación no tiene que ver con el acervo letrado sino con el estar “preparado para...”, haberse parado a conciencia en el lugar del interlocutor, haber hecho el necesario ejercicio de preparación para sintonizar con un grupo, construir juntos un espacio y habitarlo.
Pensar el encuentro del aula en términos de una conversación, con todo lo que eso implica, abre preguntas diferentes de las que sugieren otras formas de conceptualizar la relación pedagógica (desde la didáctica o las teorías curriculares, por ejemplo) donde se piensa ese encuentro en términos de dispositivos, diseños o métodos. La palabra adquiere una densidad que invita a pensar en primer lugar cómo nos sentimos con los otros, qué produce en nosotros el encuentro, en qué ideas, imágenes y lenguajes se despliega esa relación y no ya, por ejemplo, cuáles son los contenidos o las unidades del programa. Es, quizás, otra posición desde la que pensar en los efectos de la enseñanza. Los asuntos específicos acerca de la enseñanza se resignifican desde sus sentidos situados: ¿cuánto debe durar la clase?, ¿se debe emplear tal recurso?, ¿conviene organizar el espacio de tal manera?, ¿hay que hablar en lenguaje inclusivo? Son todas preguntas que, llevadas a la lógica conversacional, no tienen una respuesta genérica, pues significan cosas distintas en cada oportunidad.
Para concluir este repaso de notas acerca de la conversación, vale observar que el espacio de la conversación demanda una serie de renuncias. En primer lugar, por supuesto, la renuncia a cualquier forma de certeza absoluta, a la verdad cerrada, al punto de llegada predefinido. Si la conversación es abierta, sus devenires son necesariamente difusos.
Una segunda renuncia necesaria es la de la corrección política. La posición política o ideológicamente correcta, aunque bienintencionada, siempre tiene algo de impostura y atenta contra la honestidad, la autenticidad del encuentro. En la conversación es preciso poder hablar sin el temor de que las palabras rompan algo, sin miedo a lastimarse. En todo caso, el léxico será objeto de conversación también, ya que no pocas veces las conversaciones son metaconversaciones y se asoman hacia sí mismas de un modo abismal.
Finalmente, conversar implica renunciar a la complacencia, a la creación de espacios cómodos y sin preguntas, cedidos al otro por compasión, por pereza o por cobardía. Porque la escena conversacional no es un duelo de argumentos en el que puede dársele ventajas de cortesía al adversario, sino una construcción conjunta, un recorrido a pie, un viaje compartido.
Daniel Brailovsky es maestro jardinero. Doctor en Educación. Licenciado en Educación Inicial. Profesor de Educación Musical. Magíster en Educación. Profesor investigador en UNIPE, docente en FLACSO y en el ISPEI Sara Eccleston.
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Este texto forma parte del libro “Pedagogía (entre paréntesis)”, de Daniel Brailovsky
Aborda la oposición entre lo nuevo y lo tradicional en educación, sin elogiar lo primero ni proponer un regreso nostálgico a lo segundo. Busca salir del espejismo dibujado sobre esa vieja oposición y pensar (desde la pausa de un paréntesis) en todo aquello que ese esquema binario no deja ver. La obra propone un recorrido en clave pedagógica a través de algunas palabras potentes, como "conversación", "cuidado" o "confianza", que vale la pena volver a pronunciar en la escuela.