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Por Daniel Brailovsky. Una reseña del libro de "Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de Profesor" de su colega Jorge Larrosa.

Reseñar un libro es tarea delicada. La palabra “reseña” sugiere volver a signar, a marcar, y tiene un origen común con “enseñar”. Pero en cualquier caso, es una forma de volver a decir sobre lo ya dicho, y eso trae de suyo algo del orden de lo profanatorio. Más aún cuando el libro a reseñar lo ha marcado y signado a uno, como me sucede a mí con esta obra de Jorge Larrosa. Me tomaré entonces la tarea como un gesto de divulgación y comentario, e intentaré traer al papel algunos subrayados, algunas resonancias personales a partir de mi recorrido por este libro, dando cuenta de una certeza: son páginas alrededor de las cuales vale la pena formar una ronda de lectura.

Digamos primero algo sobre la forma del texto. El libro está dividido en dos partes. La primera se compone de elogios y elegías sobre el profesor, sus escenarios, sus objetos, sus procedimientos. La escritura de pedagogo y de filósofo de Jorge se entrelazan en conversaciones con textos clásicos y no tan clásicos, y también con la literatura: el propio título del libro remite a la obra de Beckett y también a una novela de Marguerite Duras. Desde esta biblioteca amplia, se piensan y se nombran el aula, la clase, el estudio, la atención, el ejercicio, el juego, en fin, la escuela, con sus temporalidades y espacialidades.

En la segunda parte, el despliegue de esta mirada hacia y desde la escuela, toma la forma del relato de una serie de viajes, encuentros, lecturas y conversaciones sucedidas durante 2017 en Argentina, Chile, Colombia y Brasil. Jorge inicia esas páginas describiendo poéticamente el espacio íntimo en el que esas experiencias se deslizan hacia la escritura. Habla del “efecto escalera: eso que nos pasa al salir de una reunión en la que la conversación ha sido intensa y, mientras bajamos las escaleras, aún le damos vueltas a lo que podríamos o deberíamos haber dicho y no dijimos, y a lo que no deberíamos haber dicho y lamentablemente dijimos” (p.228). Al diálogo con los textos se suma en esta sección el diálogo con los amigos, y uno se encuentra, por ejemplo, con las voces de Fernando Bárcena, Joan-Carles Mèlich, Alejandro Cerletti o Carlos Skliar. Me he imaginado, mientras leía, un espacio de escritura tan cercano al escritorio o la biblioteca como a los bares, los museos, las calles y las aulas. Ambas partes del libro están precedidas y coronadas, respectivamente, por un prólogo y un epílogo que honran las orillas del texto integrándosele sin formalismos.

De los muchos paisajes que se abren en el libro sólo puedo permitirme comentar unos pocos en estas líneas. Elegiré entonces apenas tres ideas que, creo, invitan especialmente a la lectura.

La primera de estas ideas remite al estudio, palabra que en este libro se pronuncia una y otra vez para abrirla a distintas sonoridades. Puesta enfrentada a la idea de aprendizaje (que ya había aparecido jocosamente tachada en el índice de su libro anterior) evidencian la distancia que existe entre “adquirir un conocimiento” y maravillarse ante el saber, ante el mundo, ante las cosas. Pensando con Maximiliano López, entonces, describe la diferencia entre aprender y estudiar. En el aprender, el acento está colocado en el sujeto que aprende (sus propósitos, sus utilidades) y en la apropiación personal, casi acumulativa. Hay quien enfatiza este rasgo capitalista del aprender escribiendo la hache intermedia: “aprehender”, atrapar para uno, acopiar. El estudio, en cambio, pone en el centro la materia, a la que uno se entrega amorosamente, desde una posición de cuidado. Se aprende para tener, pero se estudia para adentrarse en el mundo que nos maravilla, sin utilidades ni fines precisos, por puro encantamiento.

Leyendo esta descripción del estudio (y este extrañamiento sobre el aprendizaje) he pensado en cuán naturalizada está en nuestros días la idea de que el objetivo de la escuela es “producir aprendizajes”, aún contra toda evidencia, pues ni esa acumulación es del todo real, ni los aprendizajes medibles son, para nadie, la huella trascendente que deja la escuela en sus vidas. Poner de lado la fetichización del aprendizaje y acometer este elogio del estudio, en cambio, invita a pensar la tarea escolar como un espacio y un tiempo valiosos en sí mismos, como el tiempo del juego, en el que uno puede asombrarse, preguntarse, extrañarse y conmoverse.

Y si la escuela no está para producir aprendizajes útiles, nos dirá Jorge, tampoco es el lugar apropiado para pretender cambiar el mundo, aunque esto parezca contradecir todo un género de frases rimbombantes, utópicas y románticas. A nadie le gusta el racismo, por ejemplo, y es tarea noble la de combatirlo y erradicarlo. Y seguramente muchas y muchos docentes aporten lo suyo en ese sentido. Pero no es lo mismo combatir el racismo que convertir el racismo en materia de estudio, interrogarlo, comprenderlo, historizarlo, complejizarlo. Y lo que es propio y fundamental para la escuela, en rigor, es esto último. De allí que uno lee en este libro que “la escuela no está para cambiar el mundo sino para que algo del mundo se pueda mostrar, publicar, cuidar, criticar y también contemplar y admirar” (p.137). Y más adelante, pensando en el sentido de los ejercicios escolares, dice que éstos no están normados por los imperativos “debes cambiar tu vida” o “debes cambiar el mundo”, sino por imperativos mucho más modestos relacionados con la atención, con el cuidado y con el interés: “debes atender (y cuidar) de alguna cosa”, debes interesarte por alguna cosa o, en definitiva, “debes estudiar”.

DANIEL BRAILOVSKY: "La escuela encuentra su modo de tratar las diferencias al habilitar (más como gesto ético que como efecto de algún tipo de diagnóstico) un tiempo liberado en el que rigen, como postulados esenciales en la invención de la escuela, las ideas de que el origen no tiene importancia, y de que el futuro no está determinado".

Una segunda idea que quisiera comentar es la de la escuela como “tiempo libre”, como ocio, como Scholè. “Esa curiosa invención griega que aún llamamos escuela, esa institución milenaria que, como la democracia y como la filosofía, que también son invenciones griegas, es hija de la igualdad y del tiempo libre” (p.241). En el apartado titulado De niños, escuelas y ensenadas, relata un encuentro con la comunidad de una población en Mato Grosso, donde la idea del tiempo escolar como un tiempo separado de la utilidad y reservado al estudio, al cultivo de la atención, se entrelaza de una manera muy interesante con los conceptos de igualdad y diferencia. En esa conversación se discute la idea de una necesaria separación (Simons y Masschelein hablan de una suspensión) entre los espacios y tiempos de la escuela, por un lado, y los de la familia y la economía, por otro. Y allí Jorge dice que....

“la escuela solo puede ser un espacio y un tiempo igualitario (…) si es capaz de mantenerse a distancia, en primer lugar, de la diferencia familiar (y comunitaria) entendida como diversidad de identidades y, en segundo lugar, de la diferencia económica entendida como diversidad de talentos y de capacidades si la relacionamos con la producción, y como diversidad de motivaciones y deseos si la relacionamos con el consumo. (…) La escuela, si quiere ser un dispositivo de igualdad, tiene que suspender las diferencias identitarias, así como las diferencias de talentos y de motivaciones. O, dicho de otro modo, que la igualdad escolar depende, precisamente de su separación de la familia (y de la comunidad), del trabajo y del consumo”.

La escuela encuentra su modo de tratar las diferencias al habilitar (más como gesto ético que como efecto de algún tipo de diagnóstico) un tiempo liberado en el que rigen, como postulados esenciales en la invención de la escuela, las ideas de que el origen no tiene importancia, y de que el futuro no está determinado. Desamarrase de las determinaciones a las que esas identidades nos atan (respetuosamente, en forma provisoria, no como rebelión sino como gesto de autonomía) nos abre nuevos horizontes y destinos. La escuela, leemos en esas páginas, no niega la diferencia sino que la suspende (no la destruye sino que la desactiva) y así hace que no se convierta en determinante. Y lo que (me) fascina de estos planteos es que tratan estas cuestiones, que habitualmente son pensadas desde la jerga de las políticas educativas (la igualdad y la diferencia), desde una sensibilidad puramente pedagógica, en términos específicamente escolares.

La última cuestión que quisiera subrayar es la manera dedicada y delicada en que este libro traza una semblanza del aula, de la clase, del profesor y de los quehaceres y materialidades que los rodean. Juega a hacer conversar el espacio del aula con otros espacios (el refugio, el enclave, la madriguera, el asilo, el limbo, y ese espacio bien catalán al que llaman la sagrera) y también conecta los momentos de la clase con momentos de reverencias, de lamentaciones y de posesiones. Da lugar a los cuadernos, los libros y los pizarrones, pero también a los cuadros, las películas y las cartas, que interrumpen cada tanto el texto, abriéndolo a otras voces.

“Si pudiera diseñarla”, dice por allí, “mi aula tendría un umbral que habría que atravesar con cierta gravedad”. Y describe la luz cenital, el reloj sin manillas en una de las paredes, el diseño de un espacio pensado para desconectarse del tiempo de afuera, o simplemente para olvidar el tiempo. Y juega a ponerle nombres y a sugerir sentidos para cada instante y cada rincón del aula (p.213- 214). En esta tesitura, cuando relata su encuentro con la obra del pintor Lasar Segall en un museo de São Paulo, Jorge se detiene especialmente en un simple cuaderno de ejercicios (probablemente puesto allí por los curadores de la muestra) porque reconoce en sus páginas todo lo que es oportuno decir o preguntar en el aula. Los ejercicios de ese cuaderno representaban ciertos imperativos típicamente escolares, los mismos que este libro recupera y pone en valor, los que los profesores suelen decir a diario a sus estudiantes: “no vayas tan rápido, presta atención, mira más atentamente, fíjate en los detalles, no te distraigas, no digas cualquier cosa, trata de decir con precisión lo que ves, detente un poco más, mira otra vez, piensa, dime lo que piensas, piensa lo que dices, busca relaciones, pon tu sensibilidad y tu inteligencia en relación con lo que ves, moviliza tus recuerdos en relación al cuadro, moviliza tus sentimientos en relación al cuadro, atiende a tus recuerdos, atiende a tus emociones, trata de definirlos y de expresarlos con claridad, ve más despacio, demórate en lo que haces, escribe, lee lo que has escrito, coméntalo con otros, escucha a los otros, piensa más despacio, piensa otra vez, vuelve a mirar” (p.272).

 


La escritura de Jorge es la escritura de un profesor. Como tal, tiene el efecto de poner a sus lectores en la situación del estudiante apasionado ante las maravillas que un estudioso, amante de su materia, ha puesto sobre la mesa. Si el profesor es – como se propone en el libro - el que selecciona lo que ha de ser leído, aquello que vale la pena, este libro abre las puertas de toda una biblioteca. A mí me han seducido especialmente las invitaciones a sumergirme en textos de Ranciere, de Arendt y de Sloterdijk, pero también de Stiegler, de Yves Citton, de Flusser, y de Alba Rico. Y confieso que me he quedado atascado en varias notas al pie, sin poder ni querer abandonarlas antes de fichar referencias y rastrear el paradero de esos textos.

El profesor es, además, quien propone ejercicios y modos de leer. En ese punto, este libro muestra generosamente los hilos de la propia lectura y del pensamiento de su autor. Porque relata conversaciones, lecturas a hurtadillas en libros de otros y sensaciones tras haber conversado que, apenas bajando la escalera, se iban convirtiendo en textos. Transparenta, en fin, todo aquello que un profesor muestra y deja ver sobre su amor a la materia de estudio.

Y si el profesor es, finalmente, el que abre una conversación pública sobre la lectura, el que hace circular la palabra, los encuentros compartidos en ocasión de este libro, y estas mismísimas páginas en las que dejo mis propias resonancias lectoras hacen caso de ese tercer rasgo profesoral.

 

Fuente: Extraído de la Revista PARA JUANITO Nº20  > Leer edición completa acá
Escribe: Daniel Brailovsky