Por Carlos Skliar.
Fragmento extraído del libro "Pedagogías de las diferencias" (2017) > Más información
Habrá muchos modos de nombrar estas épocas, muchas maneras de rondar por las guerras, las muertes, las tecnologías, las políticas, las nuevas civilizaciones.
Algunos hablarán sobre lo “líquido”, otros acerca de las “turbulencias”, muchos pronunciarán “tinieblas” y un grupo aún se contentará con el mote de lo “nuevo”. Algo que todavía no hemos comprendido cabalmente habrá ocurrido para que hayamos olvidado los consejos de los ancianos y estemos delante de la figura del coaching, como la máxima expresión de la formación y la transmisión entre seres humanos.
Supongo que, de todas las palabras que abundan o que están disponibles en nuestro torpe lenguaje, sin duda “hipocresía” será una de las más utilizadas cuando se hable de estos tiempos: la hipocresía que da valor distinto a dos muertes idénticas, la hipocresía de decir sin cuerpo, la hipocresía de creer más en un zócalo de noticiero que en la vida misma; la hipocresía, en fin, de decir en lugar de hacer y de no haber hecho lo que con tanta vehemencia se dice que se dice que se dice que se dice que se dice (y así hasta el infinito).
Carlos Skliar: No es nada fácil encontrar en la literatura pedagógica de estas épocas un espacio abierto a la multiplicidad de preguntas, dudas y perplejidades que la tarea de educar invoca y provoca a cada momento.
Se me ocurre que la principal virtud de la educación es la de la detención, la pausa; hacerse un tiempo para pensar lo que por su propia mutación ya no es tan evidente ni obvio: la jactancia del currículum y las didácticas como las formas nodulares y naturales de recrear y reinventar lo educativo.
Quizá una de las cuestiones más interesantes –y por ello la más preocupante, la más compleja– sea la de entender al educador como aquel que da tiempo a los demás –tiempo para pensar, para leer, para escribir, para jugar, para aprender, para preguntar, para hablar– y se da tiempo a sí mismo –para escuchar, para ser paciente, para no someterse a la lógica implacable de la urgencia por cumplir metas, finalidades, programas–.
La educación, se sabe, es una acción que involucra al tiempo y la temporalidad de muchas maneras: en el trazado de una planificación, en las pautas evaluativas, en la duración de los ciclos o series, en la extensión de un contenido; pero también tiene que ver con el encuentro difícil, arduo, entre la infancia y la adultez, la juventud y la adultez; imágenes de edades, experiencias y generaciones que van transformándose todo el tiempo y que provocan diferentes intensidades en las prácticas pedagógicas a cada instante.
Carlos Skliar: Tal vez el principal obstáculo que la idea de detención encuentre en el mundo de hoy es que hemos adoptado, naturalizado, una imagen de tiempo voraz, hambriento, devorador de todo y todos.
¿Es posible, en los tiempos que corren, imaginar otra formación docente, otros modos de hacer con que los educadores entren en escena sin repetir esa imagen de la prisa y la urgencia? Y aún más: ¿no hay una discusión previa al currículum y a la didáctica, o bien junto a ellos, que intente establecer con claridad la relación compleja entre tiempo y enseñanza, tiempo de enseñar y tiempo de aprender, tiempo presente y otros tiempos?
Mis preguntas, lo sé, no tienen ni desean una respuesta rápida. Porque no se trata sólo de la transmisión del mundo. De un mundo siempre revuelto, siempre incógnito, siempre cambiante y, también, siempre en peligro. Es en la relación entre mundo, vida y escuela o entre enseñanza, existencia y escuela donde aparecen las preguntas más álgidas y más interesantes.
Por ejemplo, la pregunta por la transmisión del mundo de una generación a otra en cuanto a sus efectos individuales; o la pregunta por los diferentes mundos que habitamos, al mismo tiempo, a partir de nuestras vidas distintas; o la pregunta por nuestra relación con el mundo que afecta otras vidas; o la pregunta sobre qué haremos con el mundo, qué vida nos permite pensar y hacer el mundo y quién lo hará; o, en fin, la pregunta interminable acerca de la relación entre qué mundo/s, qué vida/s y qué escuela/s. Pero hay algo más, siempre lo hay.
La relación entre el tiempo, el mundo y la enseñanza no es transparente y tengo la sensación que la hemos simplificado demasiado. Quisiera adoptar aquí la figura del enseñar como aquella que nos proviene de los griegos...
Carlos Skliar: Enseñar como mostrar, como señalar, como apuntar hacia algo, como indicarlo y ofrecerlo.
Mostrar, señalar, apuntar, ofrecer signos del mundo; signos al interior de una relación y, por ello, acciones de contenidos que, enseguida, se vuelven verdaderos asuntos de conversación: leer, jugar, mirar, pensar, estudiar, escribir, escuchar, percibir, imaginar, dibujar, inventar, etcétera.
Si adoptamos ese sentido para el enseñar es posible que la tarea de educar también sea entendida como una responsabilidad de transmitir el mundo en forma de vidas y no dejar solos a los demás apenas con sus propios recursos para que se les arreglen como bien o mal puedan. Y también significa decir que entre el enseñar y el aprender hay un abismo, una distancia infinita.
Ofrecer signos que otros descifrarán a su tiempo y a su modo: esta es la cuestión. La enseñanza no puede atravesar ambos aspectos de la misma manera; puede interesarse por ello, sí, claro está, pero no puede garantizar que lo que se aprende es lo que se enseña, ni que lo que se aprende se aprende al mismo tiempo que se enseña.
Y ello nos pone de frente a la segunda dimensión esencial de esta discusión: ¿cómo pensar y cómo hacer para que la educación sea, en efecto, para todos; es decir, ni para unos ni para otros, sino para lo común, para el bien común?
Yo quisiera entender lo común como lo público, lo de todos, en efecto. Pero apenas se menciona el “todos”, la “totalidad”, también siento que algo se me escapa.
De cierto pasado hegemónico a cierto presente plural, algo se ha debilitado en el proceso de construcción pedagógico. Juzgamos el pasado de las instituciones escolares como excluyente, homogeneizador, y deseamos para el futuro unas escuelas que escuchen las vidas singulares. Pero, ¿cómo habitamos las instituciones en el presente, entre la idea de lo homogéneo y la idea de lo diferente?
Las confusiones son habituales y cierto desánimo parece ocupar el lugar de la utopía. En principio, cabe afirmar que las escuelas no están hechas y hay que hacerlas. Parece una verdad algo torpe y demasiado evidente. Y, sin embargo, vale la pena insistir en ello: las escuelas no poseen un modelo externo a sí mismas y es su diario quehacer en la cotidianidad de los gestos, las palabras y las acciones quien lo produce. Cualquier intento por mostrar un modelo de interioridad escolar desde la exterioridad –sea ésta extranjera o nativa– provoca un cambio de lenguaje, una cierta intraducibilidad.
Quisiera aquí resumir esa confusión en una idea no del todo clara, pero que quizá ayude a disolver la oposición entre lo singular y lo común: educar se educa a cualquiera y a cada uno, a cada una.
Aquello que tengo para enseñar –es decir: lo que ya sé y lo que todavía no conozco, lo mucho y poco, lo relevante o superfluo, lo que está cerca y lo que está lejos de mi vida o de otras vidas– debería ofrecerse a cualquiera, más allá de cómo lo reciba, qué haga con ello, cuándo. Si no me dirijo a cualquiera, sería imposible siquiera comenzar a conversar.
Ésta es para mí la noción de igualdad más reveladora y más certera: considerar a cualquiera, sin excepción, un igual. Así, la igualdad no podrá ser algo que ocurra después por los efectos de un cierto tipo de propuesta educativa, sino que debe ser inmediata, primera. Pero es evidente que también lo que se enseña produce efectos diferentes en cada uno. Por eso mismo es que si el comienzo de lo educativo está demarcado por la igualdad, su destino será, siempre, la singularidad. En todo ello se convierte el arte de educar: en saber, de algún modo, en qué momento nos dirigimos a cualquiera y en qué momento nos dirigimos a cada uno.
¿Y el futuro? Tengo problemas con la idea de futuro en educación. No me convencen esos futuros preconstruidos o prefabricados de antemano. No me conmueve la imagen de lo que algo, alguien, será después. Y tengo la impresión de que en nombre del futuro hemos postergado el presente, nuestro único tiempo real, nuestro único tiempo existencial, donde tiempo, vida y mundo poseen, acaso, algún sentido.
Fuente: Pedagogías de las diferencias
Autor: Carlos Skliar